sábado, mayo 02, 2009

¡Vámonos para la Isabela !


Por Jorge Rodríguez Peñaranda

…¡quiero que me sepulten cerca del río bajo el
cielo sin manchas de la Isabela!
Arturo Doreste

Entre Sagua y la Isabela siempre hubo algo más que la asociación oficial que hiciera del maritimo barrio una dependencia política y administrativa de nuestro Municipio. Geográficamente la Isabela siempre estuvo unida a Sagua por el Undoso, que arrastrando penosamente su vejez por sus sinuosos meandros, iba a terminar allí el largo recorrido iniciado ciento y tantos kilómetros atrás en el Escambray. Por tierra el enlace era aún más precario, por intermedio de aquella polvorienta carretera, tantas veces reparada y nunca totalmente terminada y por el gas-car que numerosas veces al día depositaba su carga de viajeros en uno u otro terminal, tras repasar, una y otra vez, el invariable itinerario: Santa Ana, Saavedra, Macún, Júcaro, Las Salinas, El Dorado, y viceversa.

A pesar de la separación física, de apenas unos pocos kilómetros, la Isabela fue siempre parte de Sagua, aun cuando sus habitantes, en su comprensible afán de conservar la identidad pueblerina, se empreñaran en llamarse “isabelinos” y no sagüeros. Y los de acá, miramos siempre hacia el vecino poblado con cierto paternalismo, a lo hermano mayor. Pero, por encima de esas manifestaciones superficiales, siempre estuvimos profundamente identificados los unos con los otros ante la comunidad de intereses y como resultado también de indisolubles lazos de sangre.

A orgullo tengo la sangre isabelina que por mis venas corre. Mi abuelo paterno recaló en la ribera isabelina en su emigrar desde la nativa Galicia y allí plantó su tienda de peregrino, formando su hogar al contraer matrimonio con mi abuela, quemadense de nacimiento. En la Isabela nació y creció mi padre, marinero en su juventud en la falúa de la Aduana.En la Isabela conoció y enamoró él a mi madre sagüera, maestra a la sazón en la escuela del lugar. En la Isabela vivieron durante sus primeros años de matrimonio y allí también pasaron mis hermanos mayores los primeros años de la niñez. Más tarde, en la Isabela disfruté yo las vacaciones escolares del verano durante años, aprendiendo a amar a la Isabela y a los isabelinos, entre los cuales se contaba una nutrida parentela, integrada por varios tíos y tías y numerosos primos. Y a la Isabela regresé después muchas veces con el correr de los años, para visitar y compartir con amigos y familiares o de paso hacia el Esquivel, en los últimos años que antecedieron a la salida hacia el exilio.

Si se le miraba desde la altura, la Isabela asemejaba una larga serpiente marina que se adentraba en el mar, con sus extremidades traseras apoyadas en las Carboneras y las delanteras afincadas en la Punta; con el espinazo de su carrilera y con sus costados recostados sobre el río por un lado y sobre el mar por el otro, en la costa que miraba a la cercana cayería circundante.

En el centro del pueblo estaba el parque y a su lado la iglesia, punto de partida durante las tradicionales fiestas de Julio, de aquella procesión de la venerada patrona, la Virgen del Carmen, llevada en andas por los fervorosos isabelinos que se disputaban el honor de soportar la sagrada carga y de pasearla después en lancha por la bahía, en un ritual anualmente renovado con que se autosantificaban aquellos improvisados penitentes.

“El Carmelo” era algo así como el kilómetro cero desde donde parecían arrancar hacia los cuatro puntos cardinales las arenosas callejas, pomposamente llamadas “avenidas” algunas de ellas: trepándose por los puentes de madera con sus pintorescas casas sobre el río; abriéndose en abanico hasta el mar, más allá de la Carrilera o perdiéndose en el laberinto de modestas casuchas que llegaban más allá de las Carboneras. Y en el otro extremo, la Punta con las lomas y más acá los muelles por los que salía la riqueza azucarera, rumbo a sus lejanos destinos.

Frente al parque estuvo el Teatro Capitolio y también el Círculo Isabelino, destruidos ambos durante el ciclón del 33. Más adentro en el pueblo, el varadero, el Teatro Sans, la Planta Eléctrica y la panadería de Azcoitia. Y oteando en el horizonte, mirando hacia el mar, el Hotel Miramar, más tarde destruido por un incendio y en cuyo asiento sobre el agua se construyera después la moderna Capitanía del Puerto y la sede de los Amigos del Mar.

En el perfil urbano de la Isabela se destacaban sus dos mejores edificaciones: la estación de Concha, como se llamaba la Isabela en términos ferroviarios, que era la terminal del ferrocarril que venía de Sagua y la nueva Aduana, que sustituyera a la original estructura de madera. Merecen también mención el bonito Chalet de Marcelino García Beltrán, allá en la Punta y desperdigados por todo el pueblo, desde Punta Gorda hasta las casas de Don Valentín Arenas y desde el Campitos frente a Casa Blanca hasta el otro lado como acosados sobre le mar, los numerosos almacenes de García Beltrán, de Amézaga o de Alfert, en los que se guardaba el azúcar producido por los muchos centrales de la Jurisdicción de Sagua, previo el embarque por el puerto isabelino, uno de los más activos de la costa septentrional de Cuba.

Los habitantes de la Isabela se dividían básicamente en dos grupos: las familias de los estibadores que se ganaban la vida en el duro bregar de los muelles y la de los pescadores que con el afanoso trabajo de sus chinchorros arrancaban al mar su cosecha, canalizada después hacia el mercado capitalino, a través de los trenes de pesca. El isabelino, cubano al fin, era franco, abierto y cordial. Adicto a la fiesta, adornaba con su algarabía los numerosos bares y tabernas cuando abundaba el trabajo, en un consumo de cerveza y otras bebidas, que iba algunas veces más allá de lo razonable. Porque el isabelino tenía fama de buen bebedor, pero era gente sana, siempre presta al espontáneo abrazo y a la efusiva confraternización.

Su espíritu gregario se manifestaba en instituciones como el Círculo Isabelino, por cuyos salones desfilara la sociedad isabelina toda, sin distingos de clases. O como los gremios de estibadores de mar y tierra o las lógias masónicas, lugares de perenne reunión de los hombres de aquel sencillo pueblo.

El puerto estaba acordonado y protegido por la cayería que le servía de natural rompeolas, haciendo de la espaciosa bahía un lago de tranquilas aguas.
Boca de Sagua, el Roteño, el Esquivel, Cayo Cristo, Boca Ciega, Marillanes, Cayo palomo, Cayo Levisa, la Empalizada son solo unos pocos de los nombres que identificaban los accidentes de la geografía marinera. Y surcando las aguas a vela, las chalanas y viveros de los pescadores, con el “Petrus”, el “Magdalena”, el “Cayo Levisa”, el “Carahatas”, o el “Petrola” remolcando las lanchas y las patanas subiendo y bajando por el río o viajando al Purio, a Chávez o a Carahatas en el constante ir y venir del trajin azucarero.

A la Isabela le han nacido muchos hijos que le han dado lustre en variadas actividades. Arturo Doreste, poeta insigne, cantó al terruño en inspirados versos. Juan Antonio Morejón, hijo también de la Isabela, ahora frecuente colaborador de “EL UNDOSO” desde su obligado refugio asturiano donde rumia la tristeza del exilio, dio y sigue dando muestra cabal de sus dotes de escritor. Otros han sido connotadas figuras de la vida pública, como el querido Oscar Valdés, empresario en su juventud del Teatro Capitolio, de los tres Teatros de Sagua más tarde y dos veces candidato a alcalde de Sagua (“Oscar Valdés García, tres teatros y una alcaldía”…¿recuerdas , Oscar?). Y aunque no fuera nacido en la Isabela, fue el Ingeniero Juan Manuel Planas el cronista de la Isabela, al escribir una fascinante novela cuyo título escapa a mi memoria, en la que describió la Isabela de sus tiempos y las imaginarias aventuras de un grupo de isabelinos que viajan al Mar de los Sargazos en pos de un quimérico tesoro marino.

Y antes de terminar, una breve referencia a un histórico episodio, tan tristemente recordado por los isabelinos: el ciclón del 33. Azotó a la Isabela con devastadora furia en la madrugada del 1ro. de Septiembre de aquel año y arrazó virtualmente una parte del poblado. La pérdida de vidas fue mínima en la Isabela, gracias a la heroica evacuación masiva de sus habitantes por vía ferroviaria, bajo lo más intenso del huracán. Pero en Cayo Cristo se yergue una impresionante cruz de piedra que recoge los nombres de los treinta y tantos seres humanos que de allí se llevó la muerte en aquella noche de trágica recordación.

Algún día volveremos de nuevo quizás a Isabela: a deambular por sus calles, húmedas aún, tras la bajada de la marea; a purificar nuestros pulmones de la contaminación citadina, respirando la limpia brisa marina; a escudriñar entre las aarugadas caras de los más viejos, en busca de algún rostro antaño conocido. Nos sentaremos frente al mar, como otrora, a saborear un delicioso arroz con mariscos o una sabrosa paella marinera, tras el obligado preámbulo de una generosa ración de Ostiones de Sagua, digo…de la Isabela. Porque en esto también están para siempre unidas Sagua y la Isabela: es en las aguas y en los manglares de la cayería isabelina que se crían los suculentos moluscos, pero fue Sagua que les dio el nombre con el que conquistaron su bien ganada fama entre los adictos a la buena mesa.

San Juan, Puerto Rico.-Abril de 1976.

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En esta interesante publicación mensual de 52 páginas se aborda la historia de toda la Jurisdicción de Sagua La Grande (luego Región), que abarcaba en sus inicios desde el río Sagua la Chica hasta la frontera con Matanzas, y desde los cayos en el norte hasta Cifuentes por el Sur, es decir la misma configuración geográfica que tenía el Territorio Indio Sabaneque a la llegada de los conquistadores, cuando Sagua (territorio) era un país.La revista se puede pedir gratis desde cualquier parte del mundo (incluyendo a Cuba, claro está) al siguiente correo:
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